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Armenia: viaje al corazón de mis abuelos

Armenia: viaje al corazón de mis abuelos

Lecturas

Por Magda Tagtachian

En la la casa de mis padres había un libro que me daba miedo. Tenía en la portada el cuerpo desnudo de una mujer con las costillas hacia afuera, las piernas raquíticas, la cabeza hacia atrás, la boca abierta. A su lado, más cadáveres apilados. Cuando me quedaba sola en casa, no podía entrar a su cuarto. Temía chocarme con esa mujer martirizada por los soldados otomanos, mi imagen del Genocidio armenio. De la muerte. De la persecución que habían sufrido mis abuelos hasta que llegaron a la Argentina.

Después de un año de investigar mi propia historia familiar para escribir Nomeolvides Armenuhi, la historia de mi abuela armenia (Sudamericana), el Centro Armenio de Argentina me invitó a cubrir la reciente gira del Papa Francisco en Armenia. No se trataba de cualquier viaje. Era, en realidad, un viaje dentro de otro viaje. La posibilidad de encontrarme con mi familia a quien no conocía en persona, y a quienes había contactado por primera vez para escribir la novela. Tenía ansiedad y tenía nervios. La sensación interminable de seguir chequeando información, a pesar de que el libro ya estaba cerrado. Pero tenía, sobre todo, mucha intriga y una cuenta pendiente en el corazón.

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Me dolió todo el cuerpo hasta que al fin pisé Ereván, la capital. Mi familia armenia en Armenia se había ofrecido a buscarme en el aeropuerto. Pero como aterrizaba de madrugada, le pedí que no lo hiciera. Después de dos días de vuelo, arrastraba mi valija sin poder creer que estaba allí. Ni bien crucé la Aduana, me arrepentí de aquel pedido autosuficiente. Pensé qué lindo habría sido que mi familia armenia hubiera venido a buscarme. Pensé, ridículamente también, mejor que no vinieron, es tardísimo, hice bien en no molestarlos. Enseguida, un señor de mi edad, moreno y con barba algo canosa, me cruza el paso. Nos miramos. Ninguno se atreve a avanzar. Se me acerca una señora mayor, cara infinita de bondad. El mismo ADN que mi abuela. Su sonrisa. Sus mejillas. Su paz. Una joven hermosa de 20 años, me entrega un ramo de flores. Son las tres de la mañana. La sobrina de mi abuela, su hijo y su nieta me abrazan. Me siento chiquita. En los brazos de Armenuhi otra vez. Lloramos juntos. Ellos son los familiares que quedaron detrás de la Cortina de Hierro, en la Armenia Soviética, hoy República de Armenia. A quienes mi abuela jamás pudo besar. No hablamos el mismo idioma. No hace falta.

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Armenia ya no está en la región de la Anatolia, la tierra de donde vinieron mis abuelos, hoy Turquía. Armenia es ahora un país chiquito en el Cáucaso Sur, que pocos saben ubicar en el mapa. Está rodeada de Turquía y de Azerbaiyán, que le tienen cerrada la frontera; y por Georgia e Irán, con quienes mantiene un intercambio económico y cultural. La Armenia actual tiene el tamaño de la provincia de Misiones y no llega a los 3 millones de habitantes. La Armenia histórica se extendía de mar a mar. Iba desde el Caspio hasta el Negro y de allí al Mediterráneo. Su suelo fue habitado por armenios y conquistado sucesivamente por los romanos, los bizantinos, los mongoles, los persas. Todavía quedan iglesias perdidas en las montañas y las cruces hachkar talladas en piedra, símbolo del arte medieval cristiano armenio. De chica, había escuchado a papá cientos de veces contar estas historias. No le creía. Pensaba que exageraba cuando hablaba de los monasterios y de su belleza.

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Pasaron varias décadas. Mis abuelos ya no están. Papá tampoco. Cuando entré a la más pequeña de las iglesias de Kecharis, en las afueras de Ereván, se me heló la sangre. El templo del siglo XIII sostiene una cúpula abierta por la que se filtra la luz natural. Adentro, las paredes de piedra volcánica gris se iluminan sólo por ese cielo que se derrama. Un haz de luz juega con las sombras. La piedra, llamada tufa, preserva varios grados menos de temperatura que el exterior. Hay que inclinar la cabeza para atravesar el dintel bajo de la puerta, señal de reverencia hacia Dios. Adentro, más fresco y silencio. Las velas como ofrenda son las mismas que encendía con mi abuela en la iglesia San Gregorio El Iluminador, en Palermo. Prendí otra. Miré hacia la cúpula abierta. En el altar, una flor silvestre y amarilla me sonreía. Se me hizo un remolino en el corazón. Me acordé de papá. De Armenuhi. De mis cuatro abuelos.

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La sobrina de mi abuela nació en Alepo en 1942. Desde Siria, llegó emigrada a la Armenia Soviética cuando tenía cuatro años. No conoció a Armenuhi porque ya estaba en la Argentina, donde la habían enviado para casarse, varios años antes. Mi abuela y su sobrina tienen idéntica mirada. Organizamos para ir a cenar. La tía, su hijo y su nieta pasaron a buscarme por el hotel. Antes de ordenar los platos, la tía puso sobre la mesa un álbum enorme de fotos. Allí estaba yo a los 12 años. La vincha tirante, el guardapolvo blanco. Llevaba la bandera del colegio Domingo Faustino Sarmiento. Sonreía abrazada a mis hermanos, a mis padres, a mis abuelos. Armenuhi le mandó todas estas imágenes a su hermana y a su sobrina durante los 60 años que se cartearon. Nadie lo sabía.

Igual que mi abuela, la tía insiste para que coma. En Armenia y en la Argentina, la comida en una mesa de la colectividad es cosa seria. La tía lo pasó mal cuando se mudó a Ereván, en la época de Stalin. La familia hacía cola para conseguir 200 gramos de pan por día; la cena era una papa dividida entre cuatro; y la sopa, sólo agua. En la terraza “La Cascada”, el coqueto restorán desde donde se ve todo Ereván, pedimos platos internacionales. La tía me habla en armenio:

–Magda, ¿querés cerveza?

–No, gracias tía. No tomo cerveza.

–Pero esta es la cerveza de Armenia.

–No, gracias tía, pidan para ustedes.

–Acá está la cerveza. Probala, es ¡sólo para vos! –sonríe.

–…

–Magda, ¿querés postre?

–No, gracias, tía. Ya comí mucho.

Guer, guer… (comé, comé, en armenio).

–No, gracias tía.

Guer, guer.

–Bueno, comparto con ustedes.

–No compartas. Acá tenés el postre. Guer, guer, es sólo para vos –me abraza.

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Esta tierra es especial y mucho más linda de lo que imaginaba. De a ratos, creo estar en una película de espías rusos. Convive la arquitectura stalinista con lo moderno. Edificios como mole de tres o cuatro pisos, perforados por una calle con graffitis, que atraviesa los departamentos. Descomunales monumentos y hasta la Madre Armenia, que reemplazó a la estatua de Stalin en el Parque de la Victoria. Los autos Lada, similares a los Fiat 128, aumentan ese aire cinematográfico. Conviven con una Ereván de marcas europeas y con las confiterías donde incluso de madrugada sirven café con borra y las pantallas que proyectan fútbol a cualquier hora.

Después del shock inicial, logro dormir. Me levanto temprano para ir a visitar Tsitsernakabert, el Memorial del Genocidio. Llego envuelta en una bandera argentina. Frente a la llama eterna, dejo una flor por mis abuelos. Por el millón y medio de víctimas. El silencio trae más silencio. El sol golpea la cabeza. El monte Ararat, del lado de Turquía, agujerea el horizonte. Recuerda la tragedia. Las tierras que quedaron detrás de la frontera. La usurpación. Las vidas suspendidas.

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En el Museo del Memorial me topo con aquella mujer del libro. La foto que me devuelve a mi infancia. El cuerpo raquítico y desnudo. La cara ladeada. La boca abierta. Esos ojos que todavía me siguen. Aún me cuesta mirarlos. Sigo caminando. Una escultura de una mamá armenia, en un grito, protege a su bebé en brazos. Es hora de volver. Hay dolor pero también alegría. Estoy agradecida por este viaje. Vine a recuperar las sonrisas de varias generaciones atrás. Siento que algo interno se aquietó. Estoy unida con un hilo dorado a esta parte del mundo de donde también provengo. Quiero volver pronto. Lo necesito. Quiero guardar este momento.

Se parece mucho a la felicidad.

*Publicada en la revista Viva de Clarín