Por Joseph S. Nye, Jr
Donald Trump, probable candidato del Partido Republicano a las presidenciales de Estados Unidos, ha expresado un profundo escepticismo acerca del valor de las alianzas en el ámbito internacional. La suya es una visión del mundo muy propia del siglo XIX.
En aquel entonces, Estados Unidos se atenía al consejo de George Washington de evitar “enredarse en alianzas”, poniendo en práctica la Doctrina Monroe, que se centraba en los intereses estadounidenses en el hemisferio occidental. Sin un Ejército de gran tamaño (y con una Armada que en la década de 1870 era inferior a la de Chile), el país tenía un papel menor en el equilibrio de poder global del siglo XIX.
Todo esto cambió decisivamente con la entrada de Estados Unidos en la I Guerra Mundial, cuando Woodrow Wilson rompió la tradición y envió tropas a luchar en Europa. Además, propuso una Liga de las Naciones para organizar la seguridad colectiva a nivel global.
Pero después de que el Senado rechazara el ingreso del país en la Liga en 1919, las tropas se quedaron en casa y EE UU volvió “a la normalidad”. Si bien ya era un importante actor global, se volvió virulentamente aislacionista. El hecho de no formar parte de las alianzas de los años treinta preparó el escenario para una década desastrosa, marcada por la depresión económica, el genocidio y otra guerra mundial.
No deja de ser inquietante que el discurso más detallado sobre política exterior de Trump hasta la fecha se inspire precisamente en este periodo de aislamiento y sentimiento de que “EE UU es lo primero”. Siempre ha sido una corriente en la política interna, pero ha permanecido fuera de las líneas principales desde fines de la II Guerra Mundial, por buenas razones: más que promover la paz y la prosperidad interior y exterior, acaba obstaculizándolas.
El abandono del aislamiento y el comienzo del siglo americano estuvo marcado por las decisiones del presidente Harry Truman tras la II Guerra Mundial, que condujeron a alianzas permanentes y a la presencia militar en el exterior. Estados Unidos invirtió fuertemente en el Plan Marshall de 1948, creó la OTAN en 1949 y encabezó una coalición de las Naciones Unidas que luchó en Corea en 1950. En 1960, el presidente Dwight Eisenhower firmó un tratado de seguridad con Japón. Hasta hoy permanecen desplegadas tropas estadounidenses en Europa, Japón y Corea.
Si bien en EE UU ha habido amargas diferencias internas sobre sus desastrosas intervenciones en países como Vietnam e Irak, existe un consenso básico sobre su sistema de alianzas, y no solo entre quienes están a cargo de pensar y delinear la política exterior. Las encuestas de opinión muestran que una mayoría de la población apoya a la OTAN y la alianza con Japón. A pesar de ello, por primera vez en 70 años un candidato presidencial relevante pone en duda este consenso.
Las alianzas no solo refuerzan el poder de EE UU, sino que mantienen la estabilidad geopolítica. Por ejemplo, reduciendo la peligrosa proliferación de las armas nucleares. Si bien los presidentes y secretarios de Defensa estadounidenses se han quejado algunas veces de los bajos niveles de gastos en defensa de sus aliados, siempre han entendido que la mejor manera de ver las alianzas es como compromisos de estabilización: como amistades, en lugar de una suerte de transacciones inmobiliarias.
A diferencia de las alianzas de conveniencia, en constante cambio, que caracterizaron el siglo XIX, las alianzas modernas de Estados Unidos han sostenido un orden internacional relativamente predecible. En algunos casos, como Japón, la financiación por parte del país anfitrión hace que tener tropas fuera sea incluso menos costoso que dentro de EE UU.
Y aun así, Trump hace uso de las virtudes de la imprevisibilidad, táctica potencialmente útil a la hora de negociar con los enemigos, pero desastrosa para dar seguridad a los amigos. A menudo los estadounidenses se quejan de los polizones, sin reconocer que su país es quien conduce el bus.
No es para nada imposible que un nuevo competidor (por ejemplo, Europa, Rusia, India, Brasil o China) supere a Estados Unidos en las próximas décadas y se haga cargo del timón. Pero no es muy probable. Una de las características que distinguen a EE UU de las “grandes potencias dominantes del pasado”, según el distinguido estratega británico Lawrence Freedman, es que “el poderío de EE UU se basa en alianzas más que en colonias”. Las alianzas son recursos; las colonias son cargas.
La narrativa del declive estadounidense tiende a ser imprecisa y equívoca. Aún más, tiene peligrosas implicaciones si sirve de estímulo para que países como Rusia se embarquen en políticas aventureras, China tenga una actitud más agresiva hacia sus vecinos o EE UU sobrerreaccione por temor. El país tiene muchos problemas, pero no está en absoluto en declive y es probable que en el futuro próximo siga siendo más poderoso que cualquier otro.
El verdadero problema para EE UU no es que China u otro lo supere, sino los nuevos obstáculos para la gobernanza global que planteen el ascenso de los recursos de poder de otros actores, estatales y no estatales. El verdadero reto será la entropía y la incapacidad de hacer realidad los objetivos que esta pueda causar.
Según el Lowy Institute de Australia, EE UU se encuentra a la cabeza de la clasificación de países en cuanto a cantidad de embajadas, consulados y misiones. Tiene alrededor de 60 aliados firmantes de tratados, mientras que China solo unos cuantos. La revista The Economist estima que de los 150 mayores países del mundo, cerca de 100 se inclinan hacia EE UU, mientras que 21 lo hacen en su contra.
Contrariamente a las afirmaciones de que vamos a llegar a un siglo de China, no hemos entrado a un mundo pos estadounidense. EE UU mantiene un papel central para el equilibrio del poder global y la provisión de bienes públicos en el mundo.
Pero la preeminencia estadounidense en términos militares, económicos y de poder blando no lucirá como antes. La proporción de EE UU en la economía mundial bajará, así como su capacidad de influir sobre medidas prácticas y el modo de organizarlas. Más que nunca, será esencial su capacidad de sustentar la credibilidad de sus alianzas, así como de establecer nuevas redes.
*Publicado en el País de Madrid.
Joseph S. Nye, Jr. es profesor con Servicio Distinguido en la Universidad de Harvard y autor de ¿Se ha acabado el siglo americano