Por Diego A. Manrique.
Bob Dylan llega hoy a los 75 años con la cabeza bien alta. Recibido en la Casa Blanca, es citado por jueces y filósofos. Acumula los suficientes reconocimientos para permitirse acudir a recoger premios… o no (recuerden el Príncipe de Asturias). Hasta Duluth, la ciudad donde nació, escenifica la reconciliación con su hijo ingrato. Y le conceden una nueva oportunidad en la ficción audiovisual: con dinero de Amazon, Lionsgate prepara una serie basada en su cancionero.
Se acepta su modus operandi, que nada tiene de normal. Desde 1988, ofrece un centenar de conciertos anuales. No obedece a imperativos económicos, como ocurre con tantos veteranos de la canción: los derechos de autor y las regalías de sus discos le permitirían retirarse o dosificar sus apariciones. Es una opción personal: entiende su existencia como una actualización del oficio del juglar, en perpetuo movimiento pero encerrado en su burbuja.
Su planteamiento incluye también la reinvención de su repertorio. Nada ha dañado tanto su reputación como el persistente maltrato en directo de su obra, agravado por sus carencias vocales. Cabe sospechar que tampoco Dylan se siente muy seguro de sus frutos: tras casi treinta años de su Never ending tour, no ha editado ningún álbum live, aparte de temas sueltos. Parece haberse alcanzado cierto equilibrio entre sus misteriosas necesidades creativas y las expectativas de su público.
Pocos artistas han mantenido una relación tan antagónica con sus seguidores primigenios. Solo podemos calibrar esa tensión si asumimos que Dylan fue mucho más que un cantante: en los sesenta, portaba la antorcha que iluminaba la insurgencia generacional. En la primera oportunidad, rechazó el papel de profeta (algo perfectamente comprensible, considerando los finales de Malcolm X, Robert Kennedy o Martin Luther King), lo que creó sensación de orfandad entre sus fieles. Con el tiempo, estos discípulos han aceptado a regañadientes algunos de sus volantazos: el acercamiento al country, el valor musical de sus coléricos discos de cristiano fundamentalista.
Pero queda un poso de rencor. Felizmente para Dylan, ha ido renovando su grey. Se han incorporado fans de las siguientes generaciones, que no comparten esa sensación de haber sido traicionados ni hacen comparaciones con el Dylan imperial(1965-6). Se ha librado así de procesos revisionistas: las luminarias del feminismo han obviado sus venenosos retratos de las mujeres que le desairaron durante los sesenta, mientras que Mick Jagger ha sido triturado por la misoginia de las canciones que hacía en la época.
Dylan ha alcanzado un extraordinario grado de libertad: se mueve en las sombras, raciona las entrevistas, evita comprometerse. Un ejemplo de su ductilidad: el hombre que presumía de haber liquidado el negocio de Tin Pan Alley (la fábrica de standards que nutría a crooners y torch singers)ahora puede permitirse dar su visión de lo que llaman el Great American Songbook.
Tal vez reinicidía en un deporte favorito: la reescritura de su biografía. Aunque, tras la primera entrega, nunca completó Crónicas, su prometida trilogía autobiográfica. Hizo bien: con las actuales herramientas informáticas, sus “prestamos” son fácilmente detectables. Dado el grado de fanatismo que despierta, resultó inevitable que se descubrieran docenas de deudas de Crónicas Vol. 1 con Jack London, Mezz Mezzrow y otras fuentes inesperadas (¡un número de la revista Time de 1961!). En música, se acepta su coartada: trabaja en la tradición folk donde se reciclan constantemente los hallazgos del pasado, aunque se espera que cites el original; en el universo literario, suelen ser más estrictos con los plagios. Tranquilos: no tiene muchas posibilidades de que le otorguen el Nobel.
*Publicado en El País de Madrid.