Por Tomás Eloy Martínez.
Ganar la historia fue siempre una ambición central de los grandes políticos. Pocos, sin embargo, pudieron crear alguna forma de eternidad, ya fuera tanto para la abominación como para la gloria, y son aún menos los que entienden lo que eso significa.
Los políticos tratan de permanecer para siempre en la memoria de los pueblos, pero no saben cómo lograrlo. ¿Monumentos imponentes, palabras de mármol, matanza despiadada de los que se les oponen? Todo se ha probado y a casi todo se lo ha llevado el tiempo. La conciencia de la historia -o, si se prefiere, la pasión por la eternidad- estuvo clara en estadistas como Felipe II, Napoleón, Abraham Lincoln y, durante el atroz siglo que acaba de pasar, también lo estuvo en monstruos como Stalin y Hitler, cuyos absolutismos y afán de poder arrastraron a la muerte y a la tragedia a incontables millones de seres humanos.
A su manera, el presidente argentino Juan Perón quería que la historia le concediera el lugar que él estaba seguro de merecer. Fui testigo de las manifestaciones de esa conciencia en marzo de 1970, durante los cuatro días de entrevistas que tuve en su casa de exilio de Puerta de Hierro, en las afueras de Madrid.
En la última de esas conversaciones me arriesgué a preguntarle si se daba cuenta de que su segunda esposa, Evita, estaba ganándole el lugar. Como se puede suponer, Perón reaccionó indignado.
Es infrecuente el duelo de las parejas por abrirse paso ante la historia. Pero en esos casos, cuando las mujeres conquistan alguna participación, se llevan el mayor peso de las derrotas. Sucede también a menudo que el afán del marido por ocupar el escenario completo destruye tanto al uno como al otro.
Acaba de pasar con el ex presidente Bill Clinton, quien quiso poner toda su popularidad y su enorme capital político al servicio de la candidatura de Hillary. Lo hizo tan mal que erosionó una por una todas las posibilidades de éxito de su mujer, y, al final, rompió en pedazos el recuerdo de sus excelentes dos períodos presidenciales.
Aunque algo le debe a las actitudes de Bill Clinton, Barack Obama ganó la candidatura presidencial por el Partido Demócrata gracias a una campaña que privó a Hillary de los dos grandes ejes que habían dado la presidencia a su marido: cambio y esperanza.
El formidable carisma de Obama le permitió comunicarlos con eficacia al electorado demócrata del siglo XXI y encendió así a los jóvenes norteamericanos. Convirtió Internet no sólo en un gran medio para la difusión de su mensaje sino en la mayor máquina de recaudación de pequeños aportes en la historia de los Estados Unidos.
Obama emergió como un cometa del cielo político el 27 de julio de 2004 durante la convención demócrata que proclamó candidato a John Kerry. Ha tenido poco tiempo para cometer errores y ha tenido la infinita suerte de los hombres destinados a vencer, además de parecer incontaminado por la atmósfera de componendas de Washington en la que Hillary se movió demasiado tiempo.
Sus discursos son maravillosos, tan elocuentes como el de Martin Luther King en Washington, el de Lincoln en Gettysburg, el de John Fitzgerald Kennedy el día de su asunción. Además, Obama tiene la ventaja de que a su lado hay una mujer prudente, brillante, sin ambiciones políticas y con una conciencia clara de su lugar en la historia.
Bill Clinton la tuvo alguna vez. Si algo compartieron él y Hillary fue la determinación de no cejar, tanto durante los escándalos que obstaculizaron su gestión como durante los 17 meses de campaña que no le alcanzaron a ella para convertirse en la primera mujer candidata a la presidencia de los Estados Unidos.
Pero algo de esa fuerza común empezó a deshacerse en el aire cuando intentaron invertir la fórmula «dos por uno» que lo llevó a él a la Casa Blanca. Aunque se mantuvo a un costado durante el acto del sábado 5 de junio en Washington -en el que Hillary reconoció su derrota y manifestó su apoyo a Obama-, Bill Clinton intervino hasta en la redacción del discurso de fracaso. Ahora casi nadie quiere siquiera en la vicepresidencia a una mujer admirable a la que su marido maniató y trató de manipular.
Cuando armó su equipo de campaña, Hillary convocó a buena parte de la gente que había trabajado en la elección o la reelección de su marido, como el encargado de su estrategia, Mark J. Penn. Fue Penn quien impuso, contra la opinión de otros consejeros y en ocasiones de la propia candidata, los ataques a Obama por los cuales el congresista demócrata del Estado de Carolina del Sur, James E. Clyburn, un veterano del movimiento por los derechos civiles, acusó a Bill Clinton de racismo por decir que «Obama estaba jugando la carta de la raza».
Clyburn declaró su apoyo a Obama y se empeoraron las cosas para Hillary cuando sus partidarios llamaron al congresista por teléfono y lo insultaron con epítetos que Clyburn no quiso revelar a la prensa. Ese paso en falso -en Carolina del Sur- resultó una herida gravísima para los Clinton, que contaban con el apoyo masivo del electorado afroamericano.
El marido no sólo intervino en el diseño de las giras de Hillary sino que hizo algunas por ella. Su afán de protagonismo llegó tan lejos que hasta comparaba los resultados de las votaciones en los lugares donde habían hablado por separado. Parecía dar por sentado que ella, activa senadora e influyente ex primera dama, tenía ganado el derecho a la candidatura sólo porque proyectaba su luz.
Cuando el periodista Todd Purdum, quien había denunciado el caso inmobiliario Whitewater que salpicó a los Clinton durante su Administración, publicó una nota en la revista Vanity Fair sobre cómo el ex presidente arrojaba una sombra dañina sobre la candidatura de Hillary, Bill Clinton declaró que se trataba de «un cronista realmente deshonesto» y lo calificó de «cabrón» y «falso». El desplante reveló su intolerancia a la adversidad y sumó imágenes a la nutrida sección que en YouTube muestra los enojos del ex presidente.
Por supuesto, la senadora Clinton también hizo aportes a la derrota. Por su arrogante confianza en que sería nominada subestimó a un contendiente novato y ya muy tarde advirtió que le servía de poco haber ganado las primarias más importantes -Nueva York, California, Texas, Pennsylvania, Ohio, Nueva Jersey- frente a una campaña más moderna que imperceptiblemente la fue convirtiendo en una figura más del establishment frente a la frescura de Obama.
La estrategia de Hillary cambió de rumbo demasiadas veces. Comenzó con repetidas invocaciones al cambio que había impuesto en Washington el gobierno de su marido. Luego se concentró en su experiencia política y por último se presentó como interlocutora de la clase trabajadora. Esa actitud camaleónica impregnó con un olor de oportunismo su voluntad de ser la presidenta «que ponga al país de nuevo en el camino hacia la paz, la prosperidad y el progreso», como dijo al apoyar la candidatura de Obama.
Si hubiera reconocido a tiempo el triunfo de su rival, Hillary podía haber salvado para la historia el derecho de cualquier otra mujer de su temple a aspirar a la presidencia de los Estados Unidos. Esa demora inútil tornará mucho más arduo el esfuerzo de quienes la sigan.
El vencedor, Obama, que sólo ha mostrado por ahora una retórica flamígera y una energía contagiosa, ha conquistado ya, sin embargo, un lugar seguro en la historia de su país. Todos los vientos soplan a su favor, salvo el que todavía está barriendo la devastación dejada por George W. Bush en el país próspero, libre y tolerante de su predecesor Bill Clinton, a quien la historia respeta menos que hace una década.
Publicado en El País de Madrid, 6 de julio de 2008.