Por Valeria Luiselli
Mi generación pasó la adolescencia creyendo que París era aún la capital de la República de las Letras. Por razones afectivas o del intelecto, muchos peregrinamos física o intelectualmente hacia ahí en nuestra década más crédula —los veinte—, sabiendo que estábamos viviendo de segunda mano, pero contentos con terminarnos de comer las sobras que habían dejado las generaciones anteriores. Andábamos tras las huellas de Rayuela, el segundo sexo, el mito del flaneur. Yo llegué a pasar unos meses en París con 21 años. Malaprendí francés viendo la colección entera de Truffaut y Godard en Criterion, y copiando listas de verbos del Bescherelle. Nada me sirvió para leer a Proust, pero sí para perderme en fiestas donde estudiantes trasnochados vestidos de dandis leían en voz alta a Louis Aragon y siempre había un grupo cantando a borbotones etílicos las canciones de Brassens. Ahí se me quedó congelado París, lleno de cursilería bohemia, de ganas de perpetuar un pasado ya ido.
No ha pasado tanto tiempo desde entonces, pero la ciudad a la que llegué hace una década parece haberse esfumado por fin entre la cal de sus eternamente bellos edificios-mausoleo. Los bouquinistes venden ahora más pósteres de Jim Morrison que libros, los barrios se vaciaron de adentro afuera con la llegada subrepticia de Airbnb, y por las calles marchan más soldados que en la frontera México-USA.
¿Qué pasó con París? Pasó que se reventó la burbuja de la cultura de élite. Pasó que Francia por fin llegó a París, y París dejó de ser una fiesta, como quería Hemingway. Y luego pasó Charlie Hebdo, y los ataques de noviembre del 2015. Pasó que el mundo llegó rebotando de vuelta a Francia, y ahora pasó Niza, que también es Estambul, que también es Orlando, que también es Bagdad, que también es Dacca. Y todos los días pasa que Siria.
Pasó que el siglo XXI nos rebasó y ni nos dimos cuenta. Nuestros parámetros de antes —el andamiaje del pensamiento ilustrado— ya no nos sirven para entender lo que está pasando y está por venir. Está ganando el terror internacional —o ya ganó— y nadie está sabiendo rearticular la realidad al paso que esta lo exigiría. La bola de subnormales de la derecha antimigración quiere lo mismo que la rancia izquierda antineoliberal; lo que queda de los intelectuales públicos franceses acaso le sirve a la monacal academia para discutir problemas imaginarios; y en vez de plantearnos nuevas formas de mayor integración social en un mundo ya mezclado, el tema en la mesa es un posible estado de excepción y un mayor control de fronteras. ¿Siempre nos quedará París? No: París se nos quedó atrás.
*Publicado en El País de Madrid.