No hay registro en la historia de la democracia mundial que una expresidente sea procesada por corrupción al año de haber terminado su mandato constitucional. Ni siquiera Carlos Menem, en el caso del tráfico ilegal de armas a Croacia y Ecuador. El procesamiento de Cristina no implica una decisión política asumida desde Balcarce 50, y menos todavía una venganza personal ejecutada desde un juzgado de Comodoro Pi. El juez Julián Ercolini reunió tanta evidencia en ocho meses de trabajo sin presión oficial, que sólo debió unir la piezas para probar que CFK era la jefa de una asociación ilícita que constituye su marido Néstor Kirchner días antes de asumir como Presidente de la Nación.
Junto a CFK operaron Julio de Vido, José López y el empresario Lázaro Báez, explica Ercolini en su dictamen de 794 fojas (Expediente 5048/16). Su Señoría sostiene que Néstor, y después Cristina, direccionaban las obras públicas para que Báez simulara su ejecución, mientras De Vido y López controlaban que ningún resorte del Estado trabara la maquinaria de corrupción que se escondía detrás de cientos de expedientes y resoluciones administrativas que siempre beneficiaban a Austral Construcciones. Con el aval del entonces presidente electo Kirchner, esta empresa fue creada el 8 de mayo de 2003 para activar una asociación ilícita que después funcionó como un estado dentro del estado.
Por ahora, Cristina no irá presa. Un fallo de la Cámara de Casación sostiene que la prisión preventiva se dictará sólo en casos de una probable fuga del reo o de su eventual capacidad para trabar la administración de justicia. Si se piensa que CFK quiere ser legisladora por los fueros parlamentarios, pareciera que no tiene intenciones de fugarse y ya es obvio que no detenta poder para evitar que los jueces hagan su tarea institucional.
Pero Cristina terminará, tarde o temprano, en prisión. Las pruebas son contundentes, y las causas múltiples. Repetirá la experiencia de Menem, un presidente que creyó que la impunidad era infinita.