Por Jesús Rodríguez. La guerra del siglo XXI es gris. Y sin tregua. No se declara, no se inicia con una acción hostil, con un Pearl Harbor, ni concluye con un Tratado de Versalles. Sus victorias y derrotas son ambiguas. Los nuevos conflictos carecen de frente de batalla y reglas de enfrentamiento. Hoy la guerra no se desarrolla en un espacio preciso, no sabe de fronteras y apenas de banderas. Incluso es difícil culpar a alguien por haberla provocado: puede ser un pirata informático, un oscuro equipo de operaciones especiales o un dron sin nacionalidad. El mundo libre, con sus ejércitos, rígidos y estancos, no está preparado para plantarle cara. La Convención de Ginebra ha saltado por los aires.
En noviembre de 2016, el director del servicio de inteligencia español, el CNI, el poderoso general de cuatro estrellas Félix Sanz Roldán, alertó de esa nueva generación de agresiones al Consejo de Seguridad de la ONU, en Nueva York. Se reafirma durante una entrevista en su cuartel general a las afueras de Madrid: “Los ciberataques deberían estar recogidos en la Carta de las Naciones Unidas, en su capítulo VII, que define las amenazas y quebrantamientos de la paz y los actos de agresión. Sería un logro para la humanidad”.
El general Roldán no se equivoca. A las tres dimensiones clásicas del enfrentamiento militar (tierra, mar y aire) se han sumado en la última década otras dos igual de letales: el espacio y el ciberespacio, surcados por armas de alta tecnología capaces de acabar con los satélites de comunicación, vigilancia y orientación de una nación, o poner en jaque sus infraestructuras estratégicas o su sistema financiero. De atemorizar a la población, confundirla, engañarla y desmoralizarla; sembrar dudas sobre el resultado de unas elecciones o provocar el terror ante la posibilidad de un corte del suministro energético.
Un enjambre de analistas del mundo libre intenta desentrañar la naturaleza de esa contienda sin nombre, pero muta como un virus. Es una hidra con infinitos rostros. Puede adoptar la forma de una cabeza nuclear, de un militante radical a bordo de un camión (en Niza o Berlín), un ejército fantasma (como el que provocó la anexión de Crimea por parte de Rusia) o una escalada armamentista de bajo coste basada en la tecnología de impresión 3D. En un mundo interconectado, el contagio es inmediato. “Se puede montar una buena en cualquier momento”, sentencia un estratega de la Armada.
Ya no se puede descartar nada. La guerra del siglo XXI es híbrida y también convencional. Militar y civil. De alta y baja intensidad. Con divisiones acorazadas y microcomandos de asesinos. Ambigua y sutil. Se mueve con facilidad en los suburbios de las grandes capitales y también en los territorios sin ley de los Estados fallidos, desde Siria, Irak y Nigeria hasta Afganistán, Libia, Malí, Sudán o Yemen. Las redes sociales son su vehículo de propaganda. Sus promotores son los Estados sin escrúpulos a los que se ha sumado un elenco de actores que van desde los grupos terroristas y el extremismo religioso hasta el crimen organizado, los traficantes de armas y personas o los señores de la droga. Y, en un segundo escalón, una compleja combinación de todos esos elementos. De lo antiguo, lo nuevo y lo novísimo.
Si el inventario de los nuevos actores y amenazas para la seguridad de Occidente es interminable, el diseño de los ejércitos que les tienen que hacer frente abarrota toneladas de papel en los institutos estratégicos de medio mundo. El quid de la cuestión “es pensar en largo y actuar en corto”. Hablan de unas fuerzas armadas más pequeñas, modulares, en las que estén perfectamente integrados los ejércitos de tierra, mar y aire y con una absoluta complementariedad con los ejércitos aliados para evitar duplicidades. Donde se comparta la inteligencia y la tecnología. Se colabore con las fuerzas de seguridad, la sociedad civil y la empresa privada en asuntos como el terrorismo y la defensa cibernética. Unas Fuerzas Armadas flexibles, ágiles, en continua innovación y adaptación a la realidad, y con capacidad de reaccionar y proyectarse en horas, antes de que el conflicto se difumine y entre en la peligrosa zona gris. En las que prime la tecnología no tripulada y las operaciones especiales, pero sin dejar de lado las misiones convencionales, como el control de las aguas territoriales y el espacio aéreo, o las labores de emergencia en las catástrofes naturales.
*El País de Madrid.