Gerald Ford estaba en la Casa Blanca y sabía que las Fuerzas Armadas habían disparado un golpe de estado para ejecutar un plan sistemático de desaparición de personas. El presidente de los Estados Unidos no objetó esa decisión institucional que transformaba a la Argentina en un campo de concentración y utilizó su poder para avalar, proteger y financiar a la Junta de Comandantes que integraba Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti.
El respaldo de Ford en Washington tuvo su correlato en Buenos Aires. Las empresas locales, los medios de comunicación, una facción importante de los partidos políticos, la cúpula de la Iglesia Católica, la mayoría de la opinión pública, la jerarquía sindical y los banqueros festejaron la imagen de los tanques del Ejército apostados en la explanada de la Casa Rosada.
En los campos de concentración se torturaba, violaba y asesinaba a destajo. El Congreso se transformó en un museo y las palancas del gobierno se movían para beneficiar a un puñado de intrigantes que pretendían la suma del poder público. Isabel Perón, los Montoneros, la Triple A, la crisis económica y la violencia cotidiana fueron cómplices del asalto militar, pero ya en esa época sabíamos que Videla apuntaba a reducir nuestras vidas a la mínima expresión.
Barack Obama explicitó al estilo americano una disculpa por la participación de Estados Unidos en el golpe de estado de 1976. Y esa autocrítica se apoya en la desclasificación de miles de documentos que no sólo ratificaran la complacencia de Washington, sino que además permitirá aportar nuevas evidencias para saber qué pasó con los desaparecidos y adonde están los niños apropiados.
Con el correr de los años, la reflexión de Obama en el Salón Blanco será evaluada como un hecho histórico y un nuevo punto de partida para analizar la agenda de Estados Unidos en América Latina. Su perspectiva potencia la actuación de Jimmy Carter y explicita la posición colaboracionista de Ronald Reagan, George Bush y Ford.
Pero la autocrítica de Obama no puede mimetizar las responsabilidades propias. Y no se trata únicamente de recordar las leyes de Punto Final y Obediencia Debida de Raúl Alfonsín, los indultos de Carlos Menem y la postura proteccionista de Fernando de la Rúa ante los juicios abiertos en Europa. El gobierno de Néstor y Cristina Kirchner deformó a la mayoría de los organismos de derechos humanos y su histórico reclamo fue usado como una palanca política para seducir a la sociedad.
No hay una sola crónica de época que describa la participación de la familia Kirchner contra las Fuerzas Armadas o respaldando los juicios a los excomandantes. Tampoco se los vio en la Ronda de los Jueves y menos aún repudiando las leyes de impunidad. Pero si sabemos que compraron la adhesión de Hebe de Bonafini y usaron la recuperación de los nietos apropiados para montar espectáculos políticos en los medios masivos de comunicación.
Hace 40 años, temblamos de terror cuando escuchamos el Comunicado Número Uno por la radio. Todos tenemos cicatrices y las sirenas de la noche aún aturden nuestros oídos. Pero en este caso, el recuerdo no puede ser selectivo. Es imperioso rescatar a las víctimas del golpe de estado, identificar a los manipuladores de la historia y aceptar las nuevas miradas sobre una tragedia que nos marcó para siempre.