El fiscal federal Diego Luciani desnudó un caso gravísimo de corrupción pública y solicitó una pena de 12 años para Cristina Fernández de Kirchner. A la pena exigida, Luciani añadió la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos y el decomiso de todos sus bienes que podrían haberse comprado con el fruto de lo ilícito.
Luciani pronunció un alegato histórico que la Corte Suprema confirmará con el tiempo.
Mientras tanto, el Gobierno se replegó sobre sí mismo, olvidó las internas palaciegas y protegió a la vicepresidente: incluidos Alberto Fernández, Sergio Massa y Vilma Ibarra que conocen de derecho penal y han tenido diferencias históricas con la supuesta jefa de una asociación ilícita que operó con absoluta impunidad para direccionar obra pública en favor de Lázaro Báez.
La defensa política de Cristina achica las posibilidades de reelección presidencial de Alberto Fernández y condiciona una eventual candidatura de Massa. Ellos fijaron su propio techo electoral al optar por la reivindicación de la presunta honestidad pública de CFK, que en la intimidad aún condena al Presidente y su ministro de Economía por sus dichos de antaño.
Se trata de una atípica paradoja política: dos exadversarios de Cristina ponen en jaque sus posibilidades electorales futuras, defendiendo una presunta inocencia que sucesivas etapas del proceso judicial -Cámara de Casación y la Corte Suprema- transformarán en un acontecimiento distópico.
No hay una sola posibilidad que permita a CFK probar que fue víctima del establishment y el odio de clase. La prueba es contundente y a ella le quedará ser reelecta -una y otra vez- para preservar sus fueros y evitar la prisión domiciliaria.
Ese será su destino final.
Repetir un epitafio político que ya escribió Carlos Menem.