El 27 de junio, Joseph Biden descubrió que su posible reelección corría peligro. Enfrentó a Donald Trump en un debate presidencial que exhibió lo obvio: la edad del líder demócrata y las recurrentes mentiras del candidato republicano. En este contexto, no se sacaron ventajas.
Pero horas más tarde -en la medianoche del 27 de junio- una ola de temor y críticas arrolló a Biden, que ya sabía que su participación en el debate no se había ajustado a lo planificado. Estuvo lento, dubitativo, sin filo.
Y Trump enfrente parecía un boxeador mañoso y voraz. No dudó en mentir, en contar verdades a media, en gesticular cuando su micrófono estaba cerrado.
El candidato republicano logró su cometido: la edad de Biden quedó al descubierto, y poco importó al establishment de Washington y Wall Street que Trump insistiera con sus mentiras conocidas. Para esta impresionante cuota de poder en América, si Biden no podía derrotar a Trump, había que buscarle otro candidato al partido Demócrata.
Biden todavía resiste la ofensiva. Tiene el apoyo de Bill Clinton y Barack Obama, mientras los donantes de la campaña decidieron poner un freno a sus aportes millonarios.
La encrucijada política se resolverá en unas semanas. Si en las encuestas de julio, Trump se despega más allá del error técnico -cinco puntos-, Biden será obligado a renunciar a su candidatura.
El poder desgasta a quien ya no lo tiene.