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Brexit: reflexiones sobre una gran derrota

Brexit: reflexiones sobre una gran derrota

Lecturas

Por Timothy Garton Ash

Reino Unido tiene tan pocas posibilidades de irse de Europa como Piccadilly Circus de irse de Londres. Estamos en Europa, y en Europa nos quedaremos. Gran Bretaña ha sido siempre un país europeo; su suerte ha estado indisolublemente unida a la del continente y siempre lo estará. Sin embargo, va a abandonar la Unión Europea. ¿Por qué?

He aquí una verdad absoluta: nadie sabe qué va a ocurrir, pero todo el mundo sabe explicarlo a posteriori. Sólo con que el 3% de los más de 33 millones de británicos que han votado en este referéndum hubieran cambiado el sentido de su papeleta, ahora estaríamos leyendo artículos sin fin que nos dirían que, al fin y al cabo, lo importante era «la economía, estúpido», que a la hora de la verdad había triunfado el pragmatismo británico, etcétera. De modo que conviene tener cuidado ante los engaños del determinismo retrospectivo. Siempre es un misterio qué empuja a millones de votantes a tomar su decisión. El misterio de la democracia.

Este resultado no tenía nada de inevitable; lo único inevitable es la muerte. Durante la campaña se vieron en televisión muchas imágenes aéreas de los acantilados blancos de Dover (los helicópteros locales deben de haber hecho un buen negocio). Es verdad que ser una isla es especial, pero geografía no equivale a destino. Después de la invasión de los normandos, durante siglos, los gobernantes de Inglaterra consideraron que el país, junto con sus posesiones en Francia, formaba una comunidad a ambos lados del Canal. Igual que sucede en las relaciones personales, es posible estar juntos pero separados, o separados pero juntos.

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La Historia importa. Cuando los británicos lamentan que las leyes europeas anulen las inglesas, se oyen ecos del Acta de Restricción de Apelaciones firmada por Enrique VIII (retrato) en 1533, que proclamaba que «este reino de Inglaterra es un imperio». Ayer, Roma, hoy, Bruselas. Cuando un tendero me dice que «debemos gobernarnos a nosotros mismos», está apoyándose en una tradición de soberanía parlamentaria que se remonta a la revolución inglesa del siglo XVII e incluso más atrás. Es una situación distinta, por ejemplo, de la de Alemania, que está acostumbrada, desde el Sacro Imperio Romano Germánico, a tener múltiples capas de autoridad, desde la ciudad medieval con sus propias leyes hasta un Reich compuesto por múltiples estados.

Ahora bien, el pasado no determina nuestra forma de actuar en el presente. Cuando los historiadores alemanes trataron de averiguar por qué su país había recorrido su desastroso «camino particular», su Sonderweg, a finales del XIX y principios del XX, señalaron el contraste con Gran Bretaña, que, en comparación, era un modelo de normalidad europea.

Es decir, no somos los únicos que son únicos. No hay una Gran Bretaña excepcional a un lado y un puñado de países europeos casi idénticos al otro. Gran Bretaña, con su Estado de bienestar y su servicio nacional de salud, es, en muchos sentidos, un país europeo típico de la posguerra. Todos los demás miembros de la UE tienen su propia relación, complicada y a veces tensa, con la idea de Europa y la imperfecta realidad de la Unión.

Sí es cierto, no obstante, que, a diferencia de casi todos los demás países europeos, el Reino Unido no sufrió en su propio territorio (salvo en las Islas del Canal), durante el siglo XX, las aleccionadoras experiencias de la guerra, la derrota, la ocupación ni la dictadura fascista o comunista. Cuando se unió a la Comunidad Económica Europea, en los primeros años setenta, lo hizo sobre todo como respuesta a un relativo declive económico y político. Su relación con lo que hoy es la UE, en general, ha sido más bien transaccional, en función de que la economía del continente fuera bien. Gran Bretaña ha sido, para ser sinceros, un amigo que ha querido estar sólo «a las maduras».

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Por encima de los acantilados blancos, Enrique VIII y los años setenta, lo más importante es Margaret Thatcher. No la Thatcher que llevaba un jersey lleno de banderas y el lema «Europa o nada» durante la campaña para la permanencia en el referéndum de 1975, ni la primera ministra de los años ochenta que impulsó el mercado único, sin el que nunca habría podido haber una moneda única que después tuviera un recorrido tan catastrófico en nuestros días. No, me refiero a la Margaret Thatcher de años después, la que se arrepentía y mostraba una aversión emocional cuando habla en sus memorias del «enfoque esencialmente anti-inglés» de la Comunidad Europea y que citaba un poema de Rudyard Kipling sobre los normandos y los sajones: «Cuando se alza como un buey en el surco, con sus ojos hundidos fijos en los tuyos, / y gruñe: ‘Esto no es justo’, hijo mío, deja en paz al sajón». Esta es la Thatcher a la que vi en una reunión memorable que organizó para debatir la unificación alemana en Chequers en 1990, con su imagen mental de un continente encerrado en un bucle de 1940 (Alemania mala, Francia débil) y su resentimiento contra Helmut Köhl porque había sido más listo que ella. Y también a la Thatcher de los últimos tiempos, que, según su biógrafo Charles Moore, era partidaria de que Gran Bretaña se fuera de la Unión.

Su legado ha creado dos generaciones de políticos y periodistas euroescépticos en el circuito cerrado de Westminster. Algunos eran periodistas y se hicieron políticos: Michael Gove, Boris Johnson. Un amigo me contó una vez una anécdota de Johnson, cuando era corresponsal en Bruselas de The Daily Telegraph: llegó tarde a una conferencia de prensa y preguntó entre gruñidos: «Vale, decidme qué pasa y por qué es malo para Gran Bretaña». Siempre fue un escéptico. Salvo que antes me parecía divertido.

Otros son periodistas que se comportan como políticos y se dedican a servir medias verdades y completas mentiras. El grado de sectarismo y distorsión de la prensa británica, desde el titular «La Reina respalda el Brexit» de The Sun hasta la primera página del Daily Express que anunciaba que la UE iba a prohibir las teteras británicas, no tiene parangón en Europa. Y tiene tanto poder porque se ha construido, día tras día y año tras año, a partir de un relato emocional y seductor sobre la isla osada y amante de la libertad que se convirtió en un gran imperio. Cuando Johnson declaró su apoyo al Brexit hace tres meses, después de haber dado vueltas «como un carro de supermercado» mientras intentaba decidir qué le convenía más, escribió que «antes, gobernábamos el mayor imperio que ha conocido el mundo… ¿de verdad somos incapaces de lograr acuerdos comerciales?». Gove, también un escritor y orador de gran talento, ha dicho lo mismo de distintas formas. Este optimismo nostálgico es el canto de sirena de los Brexiteers: hubo un tiempo en el que fuimos grandes sin ayuda de nadie, de modo que podemos volver a serlo. Es una deducción absurda, por supuesto («Cartago fue grande y puede volver a serlo»), pero convincente.

Sin embargo, sería un error echarles todas las culpas a ellos. Mírense en el espejo y repitan conmigo: la culpa también es nuestra. ¿Cómo es posible que los educadores hayamos dejado pasar un relato tan simplista sin refutarlo con algunos de los sólidos argumentos de historia y ciencias sociales que se enseñan en el colegio y la universidad? ¿Cómo es posible que los periodistas hayamos permitido a la prensa euroescéptica que dijera lo que le daba la gana y marcara el programa informativo diario de la radio y la televisión? ¿Cómo es posible que los europeístas hayamos subestimado hasta tal punto el doloroso sentimiento de pérdida por la europeización que me he encontrado al ir de puerta en puerta pidiendo el voto por la permanencia, y que ahora grita en las papeletas de la otra mitad de Inglaterra? («Lo habrás subestimado tú», pueden decirme. Pues sí, amigos, lo reconozco.)

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¿Y por qué ninguna generación de políticos británicos ha sabido dar argumentos positivos a favor del proyecto de integración que llamamos «Europa»? Tony Blair (foto) ha pronunciado magníficos discursos proeuropeos, en Polonia, Alemania o Bélgica. Cuando pronunció uno en Oxford, le pedí que expresara en público las demoledoras críticas a la prensa euroescéptica que hacía en privado. Lo único que dejó pasar su jefe de comunicación fue un breve párrafo tan ambiguo que daba vergüenza (ha habido ex primeros ministros muy elocuentes, pero sólo después de abandonar el puesto).

Sin embargo, las raíces de este desastre son tanto europeas como británicas. Como suele ocurrir, las semillas de la catástrofe se sembraron en el momento del triunfo, de la soberbia. Sería exagerado decir que se va a erigir un muro en Dover porque se tiró el que había en Berlín, pero sí existe cierta relación. De hecho, hay tres nexos de unión. A cambio de apoyar la unificación de Alemania, Francia e Italia le obligaron a aceptar el calendario para una unión monetaria precipitada, mal concebida y demasiado ambiciosa. Al liberarse del control comunista soviético, muchos países pobres del Este de Europa se encontraron en el camino hacia la pertenencia a la UE, con la consiguiente libertad de circulación. Y 1989 abrió la puerta a la globalización, con sus extraordinarios vencedores y sus numerosos perdedores.

Todos estos elementos han confluido en el referéndum británico. Desde que la crisis financiera dejó al descubierto los fallos estructurales de la eurozona, la debilidad económica del continente ha sido un argumento crucial para los partidarios de irse, igual que su fortaleza económica había sido clave en la campaña para la permanencia en 1975, cuando Thatcher lució el famoso jersey. «En cuanto a los 19 países encerrados en la catastrófica moneda de talla única», decía The Daily Mail el día del referéndum, al pedir a sus lectores que votaran por el Brexit, «pregúntenles a los jóvenes en paro de Grecia, España y Francia si el euro ha sido la base de su prosperidad».

Tras la ampliación de la UE hacia el Este, en 2004, se inició un inmenso movimiento de gente en sentido contrario, y la generosa y equivocada política de puertas abiertas de Blair hizo que alrededor de dos millones vinieran a establecerse en el Reino Unido. A ellos se han unido, en los últimos años, los que buscan trabajo procedentes de Grecia o España. Como, a pesar del thatcherismo, Gran Bretaña sigue siendo sobre todo una socialdemocracia europea, con generosas prestaciones sociales, un servicio nacional de salud accesible y al que el usuario puede recurrir sin pagar nada, y educación pública para todos, estos servicios públicos, así como el parque de viviendas —en un país que durante décadas ha construido demasiado pocas—, han sufrido unas presiones que han repercutido en los más pobres.

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Es lo que me han dicho en la puerta de sus casas la anciana blanca de clase trabajadora, la peluquera británica de origen asiático y el sirio encargado de una pizzería. Es un error decir que esas personas son racistas. Sus inquietudes son generales y genuinas, y no hay que despreciarlas. Por desgracia, los xenófobos populistas como Nigel Farage se aprovechan de esas emociones, las unen a un nacionalismo inglés subterráneo y hablan, como hizo él en el momento de la victoria, del triunfo de «la gente real, la gente normal, la gente decente». Es el lenguaje de Orwell manipulado al servicio del pujadismo.

Lo que une y refuerza estos dos malestares es una reacción general contra las consecuencias de la globalización, de la que la Unión Europea es un ejemplo especialmente concentrado. Inquietas ante los rápidos cambios demográficos y culturales y la liberalización social y económica, con la sensación (acertada) de que las desigualdades han aumentado, porque la globalización, a unos, les ha beneficiado de forma increíble, mientras que a otros —menos preparados, menos móviles y adaptables—, les ha perjudicado, estas «personas normales» gritan: «No reconozco mi propio país». No es difícil animarles a echar la culpa a unas «élites» enigmáticas, remotas, cosmopolitas y burocráticas. (Gente como yo, por ejemplo. El jueves, cuando tuiteé que había votado por la permanencia, alguien llamado Andy Keech me respondió: «Nunca ha vivido en una vivienda protegida, nunca ha tenido que preocuparse por la factura del gas #voteleave«.) Boris Johnson por supuesto, es un clásico producto de la élite (Eton, Oxford), pero sabe hacer la pirueta populista de ser un antielitista, un etoniano del pueblo.

No es un caso de excepcionalismo británico; es la variante británica de un fenómeno que ocurre en toda Europa y, en ciertos aspectos, todo Occidente. Los partidarios de irse han repetido su eslogan de «recuperemos el control» sin parar, porque era muy eficaz. «Recuperemos el control» es el grito de guerra de Marine le Pen, Geert Wilders, el partido nacionalista Ley y Justicia de Polonia, y Donald Trump. Es trumpismo a la europea.

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Para mí, después de haber sido siempre europeo inglés, esta es la mayor derrota de mi vida política. Me siento casi tan mal como me sentí de bien el día que cayó el Muro de Berlín. Creo que este es el preludio del fin del Reino Unido. Una mayoría de ingleses y galeses ha sacado a los escoceses de una comunidad europea en la que estos últimos, casi todos, querían permanecer. No debe extrañarse nadie si ahora Escocia vota por la independencia dentro de la Unión Europea. Y este resultado puede poner en peligro la paz y el progreso tan penosamente obtenidos en la isla de Irlanda. ¿Qué sucederá con los 480 kilómetros de frontera abierta entre la República e Irlanda del Norte?

Las divisiones de mi país, Inglaterra, han salido a la luz: Londres y el resto, ricos y pobres, jóvenes y viejos (alrededor del 75% de los menores de 25 años votaron por quedarse). Ha sido un Viernes Negro para la mitad de Inglaterra y el Día de la Independencia para la otra mitad. Vamos a pagar el precio económico durante años. Y los costes recaerán con especial dureza en los ingleses más pobres que votaron por marcharse. Tenemos entre manos una batalla para garantizar que Inglaterra —este país lleno de gente buena, mi tierra tan querida— no se convierta en un lugar más oscuro, mezquino y ruin.

Pero aún peores pueden ser las consecuencias para Europa. «Esta no es una crisis para la Unión Europea», nos aseguró Martin Schultz, el presidente del Parlamento Europeo, en la BBC. Qué arrogancia tan ridícula. Esta es una crisis terrible para la UE, una de las mayores de su historia. Marine le Pen, la mujer que fija en los últimos tiempos la agenda política francesa, tuitea «una victoria para la libertad» y pide un referéndum en Francia. Geert Wilders exige una consulta en Holanda, y el líder de la Liga Norte en Italia añade: «Ahora nos toca a nosotros». Apoyan a Nigel Farage y dan la bienvenida a la «primavera patriótica». Todos los sondeos sucesivos muestran que entre la tercera parte y la mitad de la población de muchos países europeos comparten la desconfianza de los británicos respecto a la UE. Si no aprendemos las lecciones de este rechazo, el 23 de junio de 2016 podría ser el principio del fin de la Unión Europea.

Vladímir Putin debe de estar frotándose las manos de júbilo. Los descontentos ingleses han asestado un golpe tremendo a Occidente y a los ideales de cooperación internacional, orden liberal y sociedades abiertas a los que Inglaterra ha contribuido tanto en el pasado.

«Caer derrotados y no rendirse es una victoria», decía el héroe independentista polaco de entreguerras Jozef Pilsudski. «Salir victoriosos y dormirse en los laureles es una derrota». Los europeos ingleses debemos reconocer que hemos sufrido una derrota, pero no vamos a rendirnos. Al fin y al cabo, el 48% de los que votaron en este referéndum opinaron como nosotros.

En las próximas semanas y los próximos meses se dedicarán hectáreas de papel prensa y gigabytes de páginas web a la lúgubre mecánica de separar al Reino Unido de la Unión Europea. Como han señalado todos los expertos de los que se han reído los partidarios del Brexit, va a ser un proceso largo, complicado y doloroso. Por el momento, tengo unas reflexiones más personales.

Como europeo inglés veo que nos aguardan dos tareas, con cierta tensión entre ellas. Por un lado, ahora que el pueblo ha decidido, debemos hacer todo lo posible para limitar los daños a este país. Y, si resulta que «este país» va a estar formado por Inglaterra y Gales, sin Escocia, que sea la Inglaterra de Charles Dickens y George Orwell, no la de Nigel Farage y Nick Griffin. Como hemos predicho, con toda nuestra buena fe, que las consecuencias del Brexit serán desastrosas, debemos trabajar para demostrar que no teníamos razón. Me encantaría que se demostrara que no teníamos razón.

Por otro lado, como europeos, debemos hacer todo lo posible para asegurarnos de que la UE ha aprendido las lecciones de este penoso revés, cuyas raíces están en la historia europea reciente, además de la británica. Porque, si la UE y la eurozona no cambian, acabarán devoradas por mil versiones continentales de Farage. Y, con todos sus defectos, la Unión todavía merece la pena. Ya he adaptado anteriormente la famosa frase del gran europeo Winston Churchill sobre la democracia: esta es la peor Europa posible, aparte de todas las demás Europas que se han probado en otras ocasiones.

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Sin embargo, y aquí está la tensión entre las dos tareas, lo mejor para Gran Bretaña puede no ser lo mejor para el resto de la UE, y viceversa. Si se demostrara que los partidarios del Brexit tenían razón al prometer que el Reino Unido puede tener todas las ventajas económicas de pertenecer a la UE sin ninguno de los inconvenientes —pleno acceso al mercado único sin libre circulación de personas, entre otras cosas—, no cabe duda de que sus homólogos franceses, holandeses y daneses gritarían: «Quiero lo mismo que ellos». Al fin y al cabo, ¿a quién no le gusta tener lo mejor de ambos mundos? Por eso resulta lógico, desde el punto de vista político, hacer que el proceso le resulte visiblemente difícil al Reino Unido, para desanimar a los demás. No me extrañaría que los franceses y algún otro socio sigan esta línea. De hecho, ya están diciendo que, hasta que no se completen los dos años de negociaciones de separación, ni se empezará a hablar sobre la relación comercial y de inversiones posterior.

Con todo esto, parece que mis dos almas, la inglesa y la europea, van a entrar en conflicto. Desde un punto de vista legal, como uno sólo es ciudadano de la UE cuando es ciudadano de un Estado miembro, yo dejaré de serlo, junto con todos los demás británicos —o por lo menos, si los escoceses se escabullen, con los galeses, ingleses e irlandeses del norte—, en 2018 o 2019, cuando terminen las negociaciones. Ahora bien, igual que Gran Bretaña siempre será un país europeo, yo siempre seré, suceda lo que suceda, europeo también.

Entre los numerosos mensajes que he recibido de mis amigos en el continente, hay uno que me ha conmovido especialmente. Es de un intelectual francés, y dice: «Ce n’est qu’un au revoir, mes frères / Ce n’est qu’un au revoir» («No es más que un hasta la vista, hermanos, no es más que un hasta la vista), la versión francesa de Auld Lang Syne. Debajo, , termina: «Amamos a Inglaterra».

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford University. Acaba de publicarFree Speech: Ten Principles for a Connected World.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

*Publicado en El País de Madrid.