En un operativo planificado durante semanas, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) asesinaron a Hassan Nasrallah, líder de Hezbollah. Esta organización terrorista financiada por Irán es un enemigo mortal de Israel, y su potencia bélica excede a la capacidad militar de Hamas en Gaza y los Hutíes en Yemen.

Con la caída de Nasrallah, Hezbollah se queda sin conducción y coloca en una difícil coyuntura a Irán: si avanza contra Israel, involucra a Estados Unidos. Y en este contexto -una guerra total en Medio Oriente-, el régimen de los Ayatollahs se encontraría enfrentando al Pentágono y sus aliados de la OTAN.

Benjamín Netanyahu se propuso aniquilar a Hezbollah para permitir que más de 60.000 israelíes puedan regresar a sus casas cercanas a la frontera norte de El Líbano, y desde hace días que ataca ese país para coronar una movida militar que desnudó las debilidades de su adversario chiita.

Joseph Biden, mientras tanto, propone un cese del fuego que la propia dinámica del conflicto transformó -por ahora- en papel mojado. A pocos meses de abandonar la Casa Blanca, el presidente de los Estados Unidos ya no tiene influencia para imponer una agenda diplomática que contenga los intereses de Israel y las amenazas constantes de Iran y sus aliados regionales.