La inexperiencia política de Donald Trump y su ego gigantesco ha puesto a Estados Unidos en una situación inédita ante Rusia. Ni siquiera cuando la CIA y sus mercenarios fueron derrotados en Bahía de los Cochinos por las tropas de Fidel Castro, la Casa Blanca apareció tan débil frente al Kremlin y tan escasa de reacción política en medio de una crisis institucional que pùede arrastrar al fondo de la historia al presidente de los Estados Unidos. Trump está muy cerca del juicio político, aunque en Washington –por cortesía y juego político– sus principales referentes prefieren volar en círculo sobre el entorno del millonario que la opacidad de Hillary Clinton colocó en el Salón Oval.
Barack Obama denunció que hackers rusos habían irrumpido en las cuentas de mail del Partido Demócrata y en los archivos secretos de John Podesta, el entonces jefe de campaña de Clinton. Esa información clave y confidencial fue incorporada a la página oficial de Wikileaks y causó una fuerte reacción electoral. Para el voto indeciso norteamericano, Clinton era una candidata opaca y, precisamente, la información robada por los hackers ruso fortaleció esa opinión pública. Para ponerlo en términos contrafácticos: sin el hackeo rojo, Clinton hoy podría estar gobernando los Estados Unidos.
Tras la victoria republicana, el presidente Obama expulsó a 35 diplomáticos rusos acusados de participar desde Estados Unidos en el ciberataque que benefició a la estrategia electoral de Trump. Fue una medida inédita aún en el contexto histórico de la Guerra Fría, y sorprendió aún más cuando se conoció que Vladimir Putin no ejecutaría una represalia inmediata y simétrica. Putin se mueve en la diplomacia como un oso siberiano, pero en esta oportunidad hizo acordar a Andréi Gromyko, el legendario canciller soviético.
Al mismo tiempo que Obama castigaba el hackeo ordenado por Moscú, tres halcones del staff más cerrado de Trump avanzaban en su relación secreta con Sergei Kislyak, el embajador de Rusia en Estados Unidos. Kislyak es un maestro de espías, conoce todos los secretos de Washington y fue un influyente alfil de la Unión Soviética hasta que Mikhail Gorbachov terminó con los sueños de Marx y Lenin.
Los movimientos de Kislyak han terminado con Michael Flynn, el primer consejero de Seguridad de Trump. Y amenaza con hundir la carrera de Jeff Sessions, el Procurador General (ministro de Justicia en nuestra nomenclatura). Sessions nunca reveló que había estado conversando con el embajador Kislyak, justo en medio de la crisis de la expulsión de los diplomáticos rusos. Y esa decisión política –mentir abiertamente en una audiencia de confirmación en el Senado- puede agravar la crisis institucional que ya enfrenta el Presidente de los Estados Unidos.
La conexión rusa ya terminó con el asesor Flynn, escoró al procurador Sessions y puso en falsa escuadra a Jared Kuschner, asesor y yerno de Trump. Si Flynn cayó, debería caer Kuschner que estuvo en la reunión con el embajador Kislyak, y también mintió cuando le preguntaron sobre sus contactos con el lobby del Kremlin que opera en Washington.
El Senado, la Cámara de Representantes, el FBI y la CIA abrieron sus respectivas investigaciones para determinar si Trump y sus asesores violaron la ley. Demasiado poder para los escasos conocimientos políticos de Trump, que no es apoyado por el Partido Republicano y que además ya conspira en secreto con el Partido Demócrata para encontrar la salida a esta crisis inédita en la historia americana.
Richard Nixon es el presidente de los Estados Unidos que más se recuerda ahora en DC. Su personalidad, su manejo de la Casa Blanca y su enfrentamiento con el establishment asemeja a la gestión de Trump, que ha pasado la peor semana de su corta carrera en el Salón Oval.