Desde New York. Si se analiza el primer debate entre Hillary Clinton y Donald Trump desde una perspectiva tradicional, no habría dudas en señalar que la candidata demócrata derrotó a su adversario republicano. Pero no estamos en una campaña ordinaria protagonizada por políticos tradicionales que respetan las reglas de juego y ajustan su discurso a la agenda nacional e internacional. Trump quebró el modelo de campaña y sus movimientos y resultados no pueden ser analizados como si fuera Richard Nixon, Ronald Reagan o George Bush.
Los debates presidenciales sirven para confrontar ideas, anclar el voto propio y seducir a los indecisos. Clinton y Trump cumplieron con los primeros criterios, pero hicieron poco para inclinar a un electorado que no sabe si votará por un outsider de la política o apoyara a un miembro senior del establishment de Washington. Hillary no enamora por su tono académico y Donald confunde por su discurso de free raider.
Entonces, como Trump no es un candidato tradicional, es azaroso sostener que Clinton triunfo en el primer debate presidencial. Al contrario: el candidato republicano apareció más contenido y más profundo que en sus anteriores intervenciones. Obvio que maltrato a las mujeres y a las minorías, pero fue cauto al momento de hacer referencias a las armas nucleares. Y esa fue su ganancia: se esperaba a un ser grotesco y amateur, y defraudo a los millones de televidentes que votaran por Clinton.
El final está abierto. La candidata demócrata debe enamorar a los indecisos que desconfían de su carrera política y su estado de salud, mientras que su adversario republicano tiene que asegurar que su peculiar programa de gobierno no desatará una crisis global inédita en los últimos cien años.
Las encuestas aseguran que Clinton sucederá a Barack Obama. Es probable, pero Trump es un fenómeno político que no se puede explicar con métodos que pertenecen a la política tradicional. Trump es el antisistema, y puede dar una oscura sorpresa.