(Desde Roma). El peso específico de la política terminó con los malos entendidos. Francisco tiene diferencias ideológicas con Mauricio, pero ambos coinciden en una agenda social que borra sus distintas perspectivas sobre el funcionamiento del mundo. El Papa pensó que el Presidente ejecutaría una administración gobernada por sus intereses de clase, el Presidente probó al Papa que su pertenencia social no implica desconocer la crisis del país y promover un plan que satisfaga los intereses de los más necesitados.
Macri asumió sus diferencias ideológicas con Francisco y enterró sus rabietas personales con el cardenal Jorge Bergoglio: otra época, otras circunstancias. El Presidente hizo tabla rasa e inició una hoja de ruta para encontrar un punto de contacto con el Papa. Pidió información exacta a sus ministros, ordenó callar a los cruzados y aguardó una señal expresa al otro lado del Tíber.
Francisco hizo su parte. Elogió a Mauricio en un reportaje que concedió a La Nación, silenció a sus propios cruzados y preparó una audiencia privada destinada a satisfacer sus inquietudes políticas y a escuchar los pensamientos de un Presidente que ya tiene poco que ver con el jefe de Gobierno que conoció en Buenos Aires. Atrás del Papa, una maquinaria diplomática y política terminó de preparar un encuentro que debía poner las cosas en su nuevo lugar.
Y así ocurrió. Francisco y Macri hablaron de la Argentina, el mundo, los pobres, los refugiados, el narcotráfico, la corrupción y la esperanza. Como hace el Papa cuando recibe a Barack Obama; como hace el Presidente cuando se encuentra con Ángela Merkel. Una audiencia entre dos jefes de Estado, una reunión privada entre dos argentinos que tienen responsabilidades políticas e históricas.
La crisis política terminó. Aunque ello no implica desconocer sus orígenes distintos y sus diferentes formaciones ideológicas. No hace falta leer a Hegel para saber que la síntesis de la diversidad, empuja al mundo hacia adelante.
Ahora depende de Francisco y Mauricio. El Papa y el Presidente.