Por Martín Rubinstein
Tres momentos históricos exhiben la relación entre los Juegos Olímpicos y el poder. Berlín 1936, México 1968 y Munich 1972.
James Cleveland, conocido como Jesse Owens, le amargó la fiesta al dictador nazi Adolf Hitler, que diseñó los Juegos Olímpicos de 1936 para demostrar la presunta supremacía blanca de Alemania. Owens, un negro de Alabama, ganó las medallas de oro en 100 y 200 metros, salto en largo y carrera de relevos en 4×100 metros. Hitler jamás se olvidó de Owens, quien no fue recibido como un héroe en Estados Unidos cuando regresó de Europa. Era afroamericano.
El 16 de octubre de 1968, por la mañana, Tommie Smith en representación de los Estados Unidos ganó los 200 metros llanos (récord mundial). Segundo quedó Peter Norman, australiano, y en tercer lugar John Carlos, también de origen norteamericano. Los tres fueron a recoger sus medallas en el podio, y ahí pasaron la historia del siglo XX: Smith y Carlos vestían guantes negros, en repudio a la pobreza y la marginación que sufrían la mayoría de los negros, mientras que Norman exhibía una insignia del Proyecto Olímpico para los Derechos Humanos. Smith y Carlos fueron expulsados de la delegación de los Estados Unidos por el presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), Avery Brundage, que en 1936 representó a Estados Unidos en Berlín y no cuestionó el saludo nazi de los deportistas que respondían a Hitler.
El cinco de septiembre de 1972, se ejecutó la Masacre de Munich, cuando once miembros del equipo olímpico de Israel fueron tomados rehenes y asesinados por Septiembre Negro (una facción de la Organización para la Liberación de Palestina), liderada por Yasser Arafat. Israel respondió al ataque con la operación Primavera de la Juventud, que cazó a los responsables de la Masacre de Munich.
Juegos Olímpicos y poder: un matrimonio de conveniencia que aún sigue vigente. En Río de Janeiro, los novios saludarán en el podio.