Por Julio Burdman
¿Hay una tercera guerra mundial en marcha, como alertó Francisco? La idea de la gran conflagración que enfrenta a los principales Estados de una era fue pensada para otro mundo y no nos ayuda demasiado a entender nuestra realidad contemporánea. De hecho, para algunos historiadores ni siquiera sirve para entender la multiplicidad de conflictos que tuvo lugar entre 1914 y 1945. Pero más allá de su imprecisión, la metáfora de una «guerra mundial» resulta útil para ilustrar la extensión y la magnitud de la destrucción que se ha perpetrado en Medio Oriente.
Dejemos de lado el resto de los conflictos, y tomemos sólo los tres grandes de los últimos trece años: Irak (2003), Siria (2011) y Libia (2014), que están enmarcados en procesos que Occidente rotuló como «guerra contra el terrorismo» (Irak) y «primavera árabe» (Siria, Libia y otros países). Las matrices del conflicto en los tres casos tuvieron elementos en común: desintegración de las fuerzas militares regulares, luego convertidas en ejércitos irregulares antagónicos; intervenciones internacionales lideradas por coaliciones occidentales (en apoyo de las milicias rebeldes); remociones por la fuerza de los gobernantes panarabistas (Saddam Hussein, Muammar Khadafy; ahora la presión es sobre Bashar al-Assad).
Y la fragmentación de los Estados del conflicto. Los países que a fines del siglo XX conocíamos como Irak, Siria y Libia hoy son territorios partidos bajo control de diferentes ejércitos, cuyos gobiernos legales sólo tienen autoridad parcial. Estado Islámico es uno de estos ejércitos irregulares con pretensión soberana, que se caracteriza por echar mano de las prácticas más crueles para consolidar su dominio territorial. Dentro de algunos años, la cartografía de Medio Oriente habrá cambiado.
La destrucción de humanidad ha sido enorme y difícil de calcular. En Siria, la delegación de las Naciones Unidas y la Liga Árabe no lleva cifras oficiales, pero su enviado especial, Steffan de Mistura, estimó en abril pasado unas 400.000 muertes. Para Irak tampoco hay una única fuente oficial, pero un estudio realizado por investigadores de cuatro universidades y coordinado por Amy Hagopian estimó 461.000 para el período entre marzo de 2003 y mediados de 2011 (es decir, sin la violencia posterior a esa fecha). La información es aún más esquiva para el caso de Libia y varía si contamos sólo los enfrentamientos iniciados en 2014, o si incluimos también la intervención de 2011, que culminó con el asesinato de Khadafy; en cualquiera de los casos, hablamos de decenas de miles. Así, rápidamente llegamos a la cifra del millón de muertos, sin contar desplazados y refugiados, que en Siria ya son más de diez millones. La mayor catástrofe humanitaria del siglo, cuyos efectos generaron un terremoto político en Europa.
¿Cómo llegamos hasta aquí? Hay que descartar las explicaciones simplistas y las responsabilidades unilaterales. Este estado de cosas no puede analizarse mirando una sola variable, sea ésta el fundamentalismo religioso, el imperialismo de las grandes potencias o los mapas de algún pasado remoto. Y tampoco fijándonos en un solo actor: en los territorios en conflicto se han desatado diversas luchas por el poder, con participación de sectores internos e intromisiones externas. Aunque sí podemos estar seguros de algo: estas luchas por el poder fueron facilitadas por la destrucción de la autoridad precedente. La transformación de las geografías de Irak, Siria y Libia comenzaba por la deposición de sus gobernantes autocráticos. Y eso nadie, ni los actores locales ni las potencias extranjeras que intervienen, podía ignorarlo.
Hay algo más que podemos tener por seguro: las potencias militares de Occidente están involucradas en este ciclo de guerras y pagan costos por ello. Los sangrientos atentados terroristas que vienen sufriendo diversas ciudades europeas en los últimos años, dirigidos cobardemente contra las poblaciones desprevenidas, han sido preparados y ejecutados en forma de represalia por las acciones militares de dichas potencias en los territorios de conflicto. Esto último no es una interpretación, sino un dato verificable. Las declaraciones que reivindican los atentados de EI, difundidas en la prensa o la policía a través de correos electrónicos, redes sociales y llamadas telefónicas, en general incluyeron menciones a revanchas por ataques aéreos sufridos en los campamentos.
Es decir que las explicaciones basadas en el extremismo religioso, la desigualdad social en Europa, la proliferación de las armas o la sociopatía de los asesinos, como las que habitualmente leemos en los análisis «del día después» de las masacres, son accesorias, pero no abordan el meollo de la cuestión. De acuerdo con nuestra visión del mundo, sin dudas quien se inmola para matar es un desviado de la sociedad. Pero el terrorista suicida, reclutado o inducido, funciona como un soldado a las órdenes de una milicia foránea que está dispuesto a matar y a morir. Como cualquier otro soldado imbuido en la lógica de la guerra. Esa guerra, antes que los laberintos psicológicos de quienes matan y mueren por ella, es lo que debe preocuparnos.
Volvamos a los hechos, que para las víctimas son difíciles de asimilar. Hay guerra en Medio Oriente. Y hubo coaliciones multinacionales que comandaron intervenciones en Irak, Siria y Libia. Las dos primeras, lideradas por Estados Unidos (con un importante protagonismo del Reino Unido en Irak) y la tercera, por 12 países de la OTAN, con un liderazgo clave de Francia a través de la operación Harmattan. En las sucesivas coaliciones contra EI comandadas por Washington, participaron el Reino Unido, Francia, Alemania, Canadá, Australia, Bélgica, Dinamarca, los Países Bajos y Turquía. A su vez, entre mayo de 2014 y el camión de Niza, EI ha reivindicado actos de terrorismo en seis países occidentales: los Estados Unidos, Canadá, Australia, Francia, Bélgica y Dinamarca, participantes de las coaliciones internacionales.
Aquellos que habitan en ciudades-teatro de la violencia (ayer París u Orlando, hoy Niza) necesitan entender al terrorista que los ataca como resultado de una patología religiosa, cultural o psicosocial. Se subrayan la sorpresa y la incomprensión. Contra lo que algunos sostienen, esa locura es más tolerable que saberse atrapado en la lógica de una guerra. Y habla más de ellos, y de nosotros, que de los terroristas. Hace algunas décadas, los soldados que primero desembarcaron en las playas de Normandía sabían que iban a caer bajo las balas. Pero sus nietos, que viven en culturas democráticas y sociedades liberales, y que buscan realizarse en el plano individual, decidieron que no están dispuestos a morir en una guerra.
Por eso a los países occidentales les resulta tan difícil reclutar soldados y sus ejércitos se han reducido. Por eso su armamento, cada vez más sofisticado, brinda la ilusión de que es posible llevar adelante una operación militar desde lejos y sin sufrir bajas. Porque la guerra y el conflicto por el territorio siguen formando parte del mundo, pero en Occidente sólo es digerible si sus soldados no mueren y si los individuos pueden seguir viviendo sus vidas como si nada estuviese sucediendo. La guerra de Estados Unidos y Francia contra EI es muy asimétrica, pero éste cuenta con una fortaleza insoslayable: voluntarios dispuestos a inmolarse para aterrorizar.
Esta metodología del terror está dirigida a romper la burbuja de la guerra que existe en Occidente. Quienes impulsan a los atacantes suicidas saben que sus actos de terrorismo están dividiendo a las sociedades que golpean. Que los votantes reaccionen contra la guerra que pelean sus gobiernos y que prefieran a candidatos aislacionistas como Marine Le Pen o Donald Trump es uno de los efectos buscados. Porque saben que en una democracia la opinión pública es el talón de Aquiles de los presidentes. Que son también los comandantes en jefe de guerras que sus sociedades no aceptan como propias.
Doctor en Ciencia Política del Instituto de Estudios Políticos de París y profesor de Geopolítica de la Universidad de Buenos Aires.
*Publicada en La Nación.