Francisco ha viajado al último reducto del comunismo mundial, cuando visitó Cuba en una gira histórica. Y luego voló a Washington y New York, dos ciudades que sintetizan el poder y la opulencia de los Estados Unidos. El Papa refleja la antítesis del dogma marxista y jamás compartió la lógica voluptuosa del capitalismo. Sin embargo, recorrió las calles de la Habana y exhibió su sonrisa plena en las cercanías de Wall Street. Francisco, el Papa, fue clave en la movida geopolítica que acercó a Raúl Castro con Barack Obama, y cerró su protagonismo con una gira que aún se comenta en el Malecón y en la Colina de DC.
El Papa es un jugador de ajedrez. Y evaluó que su visita a la Argentina puede causar más costos que beneficios en su partida local. No ubica su viaje al país en un escenario global –no tendría lógica geopolítica–, y optó por sacrificar el regreso a la tierra que lo formó como una figura mundial. Esa decisión, esa reticencia, conspira contra los deseos de la mayoría de los argentinos, que no mueven los trebejos en clave de proyectos políticos de mediano alcance.
Francisco cree que está en jaque perpetuo, acosado por un presunta realidad que construye con los datos que une en la intimidad de Santa Marta. Esa realidad no es un dogma de fe, ni siquiera es una aproximación a los deseos del inconsciente colectivo nacional. El Papa debe recuperar por un instante el olfato que tenía Jorge Bergoglio: todos queremos que pise nuevamente las calles de la Argentina, sin distinción de raza, credo, etnia o pertenencia política.
El fin del auto exilio, es la mejor jugada para terminar la partida. Mueve Francisco.