Cuando la Unión Soviética invadió Afganistán, la Casa Blanca entrenó y uso a tropas irregulares para enfrentar al Ejército Rojo, que se había apropiado de una área crucial para Estados Unidos por su posición geopolítica y sus reservas petroleros. Osama Bin Laden tuvo entrenamiento de la CIA, apoyó del Pentágono y recibió fondos opacos para combatir la última ofensiva militar de Moscú antes que cayera el Muro de Berlín e implosionara la URSS.
Cuando terminó la guerra en Afganistán, Bin Laden ya se había transformado en un líder fundamentalista que reclutaba tropas en Medio Oriente. El jefe de Al Qaeda mantenía sus contactos con Washington y recibía apoyo y financiamiento de Arabia Saudita, que buscaba un balance de poder con Irán e Israel. George Bush (p) desata la Guerra del Golfo y apuesta tropas regulares cerca de la Meca para proteger Kuwait, en una eventual replica de Saddam Hussein que no había perdido todo el poder en Irak. Bin Laden exige que se retiren las fuerzas americanas del sitio sagrado, un reclamo que Bush y el Pentágono rechazan alegando razones de seguridad regional.
Frente a la respuesta de Washington, el líder de Al Qaeda decidió avanzar sobre los Estados Unidos. E inició una prolongada planificación para atacar las Torres Gemelas, la Casa Blanca y el Pentágono. El 11 de septiembre de 2001, todo cambió para siempre.
Los ataques terroristas cometidos por Bin Laden y Al Qaeda transformaron los inicios del siglo XXI. Hasta ese momento, sin Guerra Fría y con Estados Unidos como única potencia mundial, se pensaba que la paz, las relaciones multilaterales y la cooperación serían las nuevas bases de la agenda global. Pero George Bush (h) empujó una réplica asimétrica que transformó al planeta en un lugar inseguro, sin norma y a merced del fundamentalismo. De los restos de Al Qaeda, se levantó ISIS.