Desde New York. A una hora de Manhattan, en la Universidad Hofstra, Hillary Clinton y Donald Trump protagonizaran mañana el primer debate presidencial -son tres en total- rumbo a los comicios del 8 de noviembre. La tensión política sobre este debate no encuentra antecedente en la historia moderna de los Estados Unidos –incluyendo a Richard Nixon vs JFK–, y su desenlace influirá entre millones de indecisos que desconfían de Trump y no sienten nada por Clinton.
Trump no tiene límites verbales, conoce el entramado del mundo de la televisión y conecta con la gente común. Clinton es un cuadro intelectual de la élite norteamericana y su discurso es muy racional para las audiencias generales de la televisión. El debate de mañana será un choque de civilizaciones y no habrá empate. El candidato que gane, o que la media de los Estados Unidos asegure que ganó, multiplicará sus chances de suceder a Barack Obama.
Hillary se encerró con sus asesores para definir su estrategia. No se trata de ajustar su discurso electoral, se trata de encontrar una manera gestual que la muestre como una persona «común» que entiende lo que sucede afuera de la Torre de Marfil. Donald también se refugió entre sus asesores, y el desafío es otro: lograr que su manejo de las cámaras tenga contenido institucional, que su histrionismo deje paso a un discurso medido y lógico. Para los dos candidatos, estas premisas –que van contra su naturaleza personal–, son la clave de un debate que será visto por 100 millones de personas.
Trump ya venció al establishment republicano y no le importa que dicen los medios tradicionales. Busca un respaldo de las figuras populares de los Estados Unidos y tiene escasa consideración por las estrellas de Hollywood que apoyan a la candidata demócrata. Trump sabe que está cerca, y olfatea las dudas y temores de Clinton.
Mañana, 26 de septiembre de 2016, puede ser un día que recordaremos para siempre.