La ecuación política es fácil de explicar: Vicentín es una empresa clave en la exportación de alimentos, estaba en peligro de caer en manos de capitales extranjeros y el Estado decidió su expropiación para mantener miles de fuentes de trabajo en el interior del país.
La expropiación implica que las deudas serán enjuagadas con los fondos del Tesoro o las reservas del Banco Central, y que se abre una instancia política que podría derivar en un sin fin de intervenciones estatales como consecuencia de la crisis económica y la continuidad de los efectos estructurales de la pandemia.
Alberto Fernández juró que eso no pasaría. Pero se sabe que el ejercicio del poder es el arte de lo impensado.
El 90 por ciento de la producción cerealera de Vicentín se exporta. Y esa producción es apenas un 10 por ciento de la producción nacional. Ergo: no está en juego la seguridad alimentaria. La contabilidad de la empresa tiene olor a vaciamiento, y en plena crisis el Estado debe preservar las fuentes laborales y los resortes económicos.
Con todo, nadie garantiza el éxito en la gestión. Se trata de un negocio formidable que encierra una precisión técnica compleja y dinámica. Cuando gobiernos kirchneristas entraron a empresas privadas, los resultados fueron opacos y en color rojo.
El tiempo marcará los resultados económicos y los costos políticos de una decisión que se tomó en tres semanas.